(In) Decisión

Miro a mi alrededor y solo veo árboles. Un inmenso bosque, vivo, libre, salvaje, puro. No sé 

qué hago aquí. No recuerdo lo que he hecho antes, no recuerdo a dónde tengo que llegar. Solo sé 

que este no es mi sitio. No debería estar aquí. Comienzo a caminar, buscando algo que me haga 

recordar. 

Camino, y camino, pero solo hay bosque, un bosque oscuro e inexpugnable. No sé muy bien si 

es de noche, o si es que los árboles son tan frondosos que no dejan penetrar la luz. De repente, 

después de minutos, quizá horas, viendo siempre el mismo paisaje, incluso creyendo que caminaba 

en círculos, me encuentro frente a un árbol con una flecha roja dibujada en su tronco. No tengo nada 

que perder. Es eso o seguir vagando sin rumbo ni destino. Así, sigo las flechas, me dejo guiar por el 

bosque y por la armonía que en él reina, con sus colores, sus sonidos... todo en perfecto equilibrio. 

El bosque me lleva a un pequeño claro que parece estar en el corazón mismo de aquella mancha 

verde, y rodeado por una especie de río cuyo cauce es únicamente aquel círculo y del que sale un 

leve vapor. Cruzo el puente, y empieza a hacer mucho calor. 

En el claro, una pequeña mesa redonda, de madera, y una silla como hecha para un niño, 

también de madera. Me acerco. En la mesa, justo en el medio, hay una tetera y una taza vacías, de 

porcelana, cuidadosamente talladas y pintadas de blanco y rosa pastel. Alrededor, diez cuenquitos 

con diferentes hojas e igualmente cuidados y otros cinco con cinco tipos de frutas silvestres. Debajo 

de la taza, a modo de posavasos, un sobre. Con la curiosidad en ebullición en mi estómago, lo cojo. 

“ÁBREME”, reza en negro azabache. Lo abro. Un intenso olor a incienso me inunda cuando 

extraigo su contenido... 

“ESTO ES UN SUEÑO” 

Juguemos a un juego, juguemos a las casas de muñecas. Agua hirviendo, té en infusión. ¿Qué 

elegir? Esa es la cuestión. 

Cinco de los diez cuencos contienen una hierba venenosa. Otros tres te atarán a este bosque 

para siempre. Con otro de ellos podrás recordar, pero solo uno te permitirá volver. 

Las frutas son un regalo. Usa las que quieras. 

Tienes un intento. Elige bien, o esto dejará de ser un juego. Elige bien, o tu sueño será eterno. 

Suerte. 

“Esto es un sueño”. Si esto es mentira, me encuentro ante una trampa. Si esto es verdad, me 

acabaré despertando tarde o temprano. Eso es. No tengo por qué hacerlo, todo es producto de mi 

imaginación. 

Así, me limito a esperar. Y a esperar más, mucho más. Pero me aburro. Debe de ser uno de esos 

sueños en los que parece que pasan milenios pero en realidad son cinco minutos. Decido irme, salir 

a recorrer el bosque y buscar a alguien, cualquiera, que pueda decirme dónde estoy. Pero cuando 

miro hacia el puente, ya no puedo verlo. Una densa, densísima niebla lo cubre por completo. 

Me acerco. 

No es niebla. Es humo. El agua del extraño río circular ya no está simplemente caliente, sino 

que burbujea, hierve. Densas columnas de humo rodean cada vez más el claro, haciendo imposible 

ver nada más allá. Entre toses, me introduzco en el humo, buscando a tientas una mísera piedra que 

me indique por dónde se encuentra el puente. 

Aquí está. 

Pero cuando lo cruzo presencio ante mí la oscuridad más absoluta. Insectos, el ulular del viento. 

El bosque, tan vivo y salvaje como siempre, ahora se torna amenazador, con esa oscuridad que 

vaticina la llegada de los mayores depredadores, bestias sigilosas a las que solo notas cuando sientes 

su aliento en la nuca. 

Un aullido. 

Otro. Más cerca. 

Me doy la vuelta, vuelvo al claro. Me siento en la silla. Frente a mí, el sobre, pero tiene algo 

más escrito, en un color rojo oscuro que inexplicablemente se superpone al negro anterior. “JUEGA 

CONMIGO, TOMA UNA DECISIÓN”. 

No sé de dónde vengo, no sé a dónde tengo que volver. Pero sí sé que no quiero quedarme más 

tiempo en ese lugar del cual el sol ya se ha olvidado y al que la tenue luz de la luna mantiene en pie, 

lúgubre, estremecedor, pero vivo al fin y al cabo. 

Me sitúo delante de la mesa, y observo cada uno de los cuencos. Todos parecen iguales, no sé 

reconocerlos. Así que, con la confianza que me da la ignorancia, y sabiendo que no tengo ninguna 

posibilidad de elegir de forma lógica y razonada, decido olerlos. Ya que la decisión va a ser 

aleatoria, al menos que esté rico. 

El primero, muy fuerte, el segundo, inodoro... Ninguno me causa especial interés. Ninguno 

hasta que llego al octavo. No sé explicar bien la sensación, ningún adjetivo la haría justicia. Es 

como si mi subconsciente reconociera ese sabor aunque mi mente consciente no fuera capaz de 

asociarlo con un momento, una situación o una persona. Sin entender el porqué, el nombre “beso de 

ángel” me viene a la cabeza, aunque ni siquiera sepa qué significa eso. La vista se me desvía hacia 

el cuenco con fresas. Un escalofrío me recorre la espalda. Sé que si tengo que morir ahora, quiero 

hacerlo con ese aroma a mi alrededor. 

Así, cojo la tetera, la lleno del agua caliente del río, y sumerjo los ingredientes en ella. Tras unos 

minutos, vierto el líquido en la taza, me dirijo al puente y, una vez rodeada de humo, cuando ya no 

veo nada, me siento y bebo. Sonrío, mientras se me cierran lentamente los ojos y entro en un estado 

de paz absoluta... 

Cuando abro los ojos de nuevo ya no estoy en el bosque. Me encuentro en una habitación 

blanca, austera, y en una cama algo incómoda. Miro por la ventana. Es de noche. Miro a mi 

alrededor. Veo dos tazas en la mesilla y una hoja de papel. La primera taza está... vacía. La 

segunda huele a beso de ángel y tiene pegado un papelito que reza “Bienvenida de nuevo, te quiero, 

mamá”. Miro la hoja. Solo tiene líneas. 

134 líneas. 134 días de indecisión. 


Jardín japonés.jpg